Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo

03.11.2019

por Mark Fisher


En una de las escenas más importantes del film de Alfonso Cuarón de 2006, Children of men, el personaje de Clive Owen, Theo, pasa a visitar a un amigo en la estación eléctrica de Battersea, reconvertida en una mezcla de edificio gubernamental y colección de arte privada. En este edificio, que en sí mismo es un artefacto patrimonial reciclado, se preservan tesoros como el David de Miguel Ángel, el Guernica de Picasso y el cerdo inflable de Pink Floyd. Es el único momento de la película en el que podemos husmear la vida de la élite social, que se refugia de la catástrofe producida por la esterilidad masiva: a lo largo de una generación entera, no ha nacido un solo niño. Theo pregunta entonces: "¿qué van a importar todas estas cosas si pronto nadie podrá verlas?". No existe la coartada de las generaciones futuras, ya que no hay ninguna a la vista. La respuesta que recibe de su amigo es una demostración de hedonismo nihilista: "Simplemente trato de no pensar en eso". Lo que tiene de particular la distopía de Children of men es que es específica del capitalismo tardío. No estamos aquí  ante el totalitarismo convencional que ya resulta rutinario en las distopías cinematográficas, al estilo de V de Vendetta, de James McTeigue (2005). En la novela de P.D. James en la que se basa el film, el sistema de gobierno democrático ha sido dejado atrás y un Guardia asume el control del país por su propia fuerza. Con prudencia, sin embargo, Cuarón deja todo esto en segundo plano. 

La película nos hace creer que el autoritarismo que rige por doquier podría haberse implementado en el marco de una estructura política que sigue siendo formalmente democrática. La Guerra contra el Terror ya nos ha preparado para este desarrollo: la normalización de una crisis deriva en una situación en la que resulta inimaginable dar marcha atrás con las medidas que se tomaron en ocasión de una emergencia. (Es entonces cuando nos preguntamos: "¿Cuándo terminará la guerra?".) Al mirar Children of men, inevitablemente recordamos la frase atribuida tanto a Fredric Jameson como a Slavoj Žižek: es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. El latiguillo recoge con exactitud lo que entiendo por realismo capitalista: la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa. Alguna vez, las películas y novelas distópicas imaginaron alternativas de esta índole: representaban desastres y calamidades que servían de pretexto narrativo para la emergencia de formas de vida diferentes. No es lo que ocurre en Children of men. El mundo que proyecta el film, más que una alternativa, parece una extrapolación o exacerbación de nuestro propio mundo. En ese mundo, como en el nuestro, el ultraautoritarismo y el capital no son de ninguna manera incompatibles: los campos de concentración y las cadenas de café coexisten perfectamente. El de Children of men es un mundo en el que el espacio público ha sido abandonado, cedido a la basura que queda sin recoger en las calles y a los animales salvajes. (Una escena en especial resonante tiene lugar en una escuela abandonada en la que corretea un ciervo.) Los neoliberales, realistas capitalistas por excelencia, han celebrado la destrucción del espacio público aunque, contrariamente a lo que proponen como su programa político, no podemos sentir un repliegue del Estado en Children of men, solo una reorientación hacia dos de sus dimensiones básicas, la policial y la militar. (Y me refiero a lo que los neoliberales consideran "de forma oficial" su programa, porque desde sus comienzos el neoliberalismo dependió en secreto del Estado, incluso si fue ideológicamente capaz de denostarlo. Este doble discurso quedó espectacularmente en evidencia con la crisis financiera de 2008, cuando por invitación de los ideólogos neoliberales el Estado se apuró a mantener el sistema bancario a flote.) La catástrofe en Children of men no es inminente ni es algo que ya haya ocurrido. Más bien, se la vive a medida que transcurre. El desastre no tiene un momento puntual. El mundo no termina con un golpe seco: más bien se va extinguiendo, se desmembra gradualmente, se desliza en un cataclismo lento. Las causas de la catástrofe, quién las sabe... bien podrían encontrarse en el pasado remoto, tan disociadas del presente como para parecer el capricho de un ser maligno, una especie de milagro negativo, una maldición que ninguna penitencia puede aliviar. La peste de la infertilidad solo podría resolverse con una intervención externa no menos previsible o evidente que sus mismas causas. Por esta razón, toda acción es algo superflua desde el comienzo: solo la esperanza sin sentido parece tener sentido. Proliferan entonces la superstición y la religión, los primeros recursos del desamparado. ¿Pero qué pasa con la catástrofe en sí misma? Es evidente que debemos leer metafóricamente el tema de la infertilidad, como el desplazamiento de una angustia de otro tipo. Me propongo afirmar que esta angustia en realidad exige ser leída en términos culturales y que la pregunta que el film nos hace es: ¿cuánto tiempo puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo? ¿Qué ocurre cuando los jóvenes ya no son capaces de producir sorpresas? La sospecha de que el fin ha llegado se conecta en Children of men con la idea de que tal vez el futuro solo nos depare reiteraciones y permutaciones. ¿Puede ser que ya no haya rupturas y que la experiencia del "shock de lo nuevo" haya quedado definitivamente atrás? Esta angustia tiende a derivar en una oscilación bipolar: la esperanza del "mesianismo débil", de que existe algo nuevo por venir, decae en la convicción de que no hay nada nuevo que pueda ocurrir nunca más. El foco se mueve entonces de la Próxima Cosa Importante a la Última Cosa Importante. ¿Y cuándo fue que ocurrió exactamente? ¿Qué tan importante era? T.S. Eliot se mueve detrás del telón en Children of men, una película que finalmente hereda el tema de la esterilidad de La tierra baldía. El epigrama que cierra el film, shantih, shantih, shantih, tiene más que ver con las piezas fragmentarias de Eliot que con la beatitud de los Upanishads. Y quizás allí pueden verse también las preocupaciones de otro Eliot, el de "La tradición y el talento individual", cifradas en Children of men. Fue en ese ensayo en el que Eliot, anticipando a Harold Bloom, propuso la existencia de una relación recíproca entre lo ya canonizado y lo nuevo en la cultura: lo nuevo se define en respuesta a lo ya establecido; al mismo tiempo, lo establecido debe reconfigurarse en respuesta a lo nuevo. La consecuencia a la que arriba Eliot es que el agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado. La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica. Una cultura que solo se preserva no es cultura en absoluto. Es ejemplar el destino del Guernica de Picasso en el film: alguna vez fue un aullido lleno de angustia frente a las atrocidades y los ultrajes del fascismo; ahora no es más que una cosa colgada en la pared. Como la estación de Battersea en la que se encuentra instalada, la pintura tiene un reconocido estatus icónico solo porque le fue extirpada toda posible función o contexto. Un objeto cultural pierde su poder una vez que no hay ojos nuevos que puedan mirarlo. Y no necesitamos esperar a que ocurra el apocalipsis inminente de Children of men para reconocer esta transformación de la cultura en piezas de museo en nuestra vida real. El poder del realismo capitalista deriva parcialmente de la forma en la que el capitalismo subsume y consume todas las historias previas. Es este un efecto de su "sistema de equivalencia general", capaz de asignar valor monetario a todos los objetos culturales, no importa si hablamos de la iconografía religiosa, de la pornografía o de El capital de Marx. Paseando por las salas del Museo Británico, nos encontramos con objetos que han sido extraídos de sus mundos vitales y reensamblados como en la cubierta de una nave espacial de la saga Predator: una imagen muy vívida del sistema de equivalencia general. A través de la conversión general de prácticas y rituales en objetos meramente estéticos, las creencias de las culturas previas quedan objetivamente ironizadas, transformadas en artefactos. El realismo capitalista, por eso, no es un tipo particular de realismo; es más bien el realismo en sí mismo. Como dicen Marx y Engels en el Manifiesto comunista

[El capital] ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo filisteo en las aguas heladas del cálculo egoísta. El capital ha convertido el valor personal en valor de cambio y ha sustituido un sinfín de libertades inalienables y particulares por una sola libertad espeluznante: la libertad de comercio. En una palabra, ha cambiado la explotación velada por las ilusiones políticas y religiosas por una explotación brutal, directa desnuda y desvergonzada.1   

El capitalismo es lo que queda en pie cuando las creencias colapsan en el nivel de la elaboración ritual o simbólica, dejando como resto solamente al consumidor-espectador que camina a tientas entre reliquias y ruinas. Y sin embargo, está muy difundida la opinión de que este giro de la fe a la estética y del compromiso al espectáculo es una de las virtudes del realismo capitalista. En su pretensión de "habernos liberado de las 'abstracciones fatales' inspiradas por 'ideologías del pasado'", tal como lo enuncia Alain Badiou, el realismo capitalista se presenta como la coraza que nos protege contra los peligros de la fe. La actitud de distancia irónica típica del capitalismo posmoderno es capaz de inmunizarnos, se supone, contra las seducciones de cualquier fanatismo. Se nos dice que bajar nuestras expectativas es un precio relativamente bajo que pagar por quedar protegidos del terror y el totalitarismo. "Vivimos en una contradicción", según Badiou, porque: 

se nos presenta como si fuera algo perfecto, un estado de cosas brutal y profundamente desigual en el que toda existencia se somete a ser evaluada en términos puramente monetarios. Pero, para justificar su conservadurismo, los partidarios del orden establecido no pueden en realidad describirlo como perfecto o maravilloso. Por eso prefieren venir a decirnos que todo lo demás fue, es o sería horrible. Por supuesto, nos dicen, no vivimos en un estado de Bien ideal, pero tenemos la suerte de no vivir en un estado de Mal mortal. Nuestra democracia puede no ser perfecta, pero es mejor que una dictadura sangrienta. El capitalismo puede ser injusto, pero no es el estalinismo criminal. Millones de africanos mueren de sida, pero no permitimos el nacionalismo racista del estilo de Milošević. Matamos iraníes desde nuestros aviones, pero no les cortamos la garganta con un machete como hacen en Ruanda, etc. 

En este punto, el realismo es análogo a la perspectiva desesperanzada de un depresivo que cree que cualquier creencia en una mejora, cualquier esperanza, no es más que una ilusión peligrosa.


En su estudio del capitalismo, seguramente el más impresionante que se haya hecho de Marx en adelante, Deleuze y Guattari lo describen como una especie de posibilidad oscura que amenazaba desde adentro a todos los sistemas sociales previos. El capital, dicen, es "la cosa sin nombre", la abominación que las sociedades primitivas y feudales preveían como su mayor catástrofe. Cuando finalmente llega, el capitalismo produce una desacralización en masa de toda cultura. Es un sistema tal que ya ninguna Ley trascendente gobierna; por el contrario, es un sistema que desmantela los códigos de todas las leyes solo para reinstalarlas ad hoc. Ningún fiat soberano fija los límites del capitalismo, que más bien se definen (y redefinen) de forma pragmática, sobre la marcha. Por eso es que el capitalismo se parece tanto a la Cosa en el film de John Carpenter del mismo nombre: es una entidad infinitamente plástica, capaz de metabolizar y absorber cualquier objeto con el que tome contacto. Por eso, Deleuze y Guattari sostienen que el capitalismo es "la pintura abigarrada de todo lo que se ha creído", un extraño híbrido de lo ultramoderno y lo arcaico. En los años que transcurrieron desde que Deleuze y Guattari escribieron los dos volúmenes de El Anti Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, parecería que los impulsos desterritorializadores del capitalismo hubieran quedado confinados a las finanzas, mientras la cultura cayó en poder de las fuerzas de reterritorialización. Este malestar, el sentimiento de que ya no hay nada nuevo, por supuesto que tampoco es nada nuevo. Estamos en el notable "fin de la historia" que Francis Fukuyama cantaba después de la caída del Muro de Berlín. Puede que la tesis de Fukuyama de que la historia ha llegado a su clímax con el capitalismo liberal haya sido muy criticada, pero asimismo se la sigue aceptando, aunque sea en el nivel del inconsciente cultural. También hay que recordar que la idea de que la historia había llegado a destino no tenía solamente acentos triunfalistas, ni siquiera en la época en la que Fukuyama presentó su tesis. El mismo Fukuyama advertía que su radiante ciudad neoliberal soportaría la amenaza de los espectros, aunque pensaba en espectros nietzscheanos más que marxistas. Ciertamente, algunas de las páginas más anticipatorias de Nietzsche son aquellas en las que describe "la sobresaturación de historia de una cierta época", que puede llevarla a "ejercer una peligrosa ironía consigo misma", como escribió en las Meditaciones intempestivas, "y finalmente al cinismo, más peligroso todavía". El cinismo, el "señalamiento cosmopolita", que no es más que una forma descomprometida de espectacularismo, reemplaza el involucramiento y el compromiso. Esta es la condición del Hombre Superior de Nietzsche, aquel que ya ha visto todo pero se encuentra debilitado justamente por este decadente exceso de (auto) conciencia. En cierta forma, la posición de Fukuyama es la imagen especular de la de Fredric Jameson. Jameson afirmó que el posmodernismo es "la lógica cultural del capitalismo tardío". Según él, el fracaso del futuro es constitutivo de la escena cultural posmoderna que, como correctamente profetizó, se llenó de revivals y pastiches. En tanto que Jameson dio una argumentación convincente de la relación entre la cultura posmoderna y ciertas tendencias del capitalismo de consumo o posfordista, podría parecer que el concepto de realismo capitalista no es necesario en absoluto. Y en cierto sentido, es verdad. Lo que llamo realismo capitalista podría efectivamente subsumirse en la rúbrica del posmoderismo y la posmodernidad tal como los teorizó Jameson. Y sin embargo, a pesar de la enorme y clarificadora tarea de Jameson, el concepto de posmodernismo sigue siendo discutible; sus significados, apropiados e inútiles al mismo tiempo, son múltiples y fluctuantes. Incluso me gustaría argumentar que algunos de los procesos descriptos y analizados por Jameson llegaron a agravarse y volverse crónicos de una manera tal que atravesaron también una especie de cambio de naturaleza. Pero en definitiva son tres las razones que me llevan a preferir el concepto de realismo capitalista al de posmodernismo y posmodernidad. En primer lugar, en la década de 1980, cuando Jameson avanzó su tesis sobre el posmodernismo, todavía existían alternativas al capitalismo, al menos nominalmente. Lo que enfrentamos ahora, en cambio, es un sentido más generalizado y más profundo del agotamiento y de la esterilidad política. En aquellos años persistía el "socialismo realmente existente", aunque se encontraba en franco colapso. En el Reino Unido las líneas de fractura de los antagonismos sociales quedaron expuestas con la huelga de los mineros de 1984-1985, y la derrota de los trabajadores fue un momento importante para el desarrollo del realismo capitalista, por lo menos tan significativo en su dimensión simbólica como en sus efectos prácticos. El argumento en favor del cierre de las minas de carbón se resumía en que dejarlas abiertas no era "económicamente realista", y los mineros fueron, ciertamente, los actores de reparto contratados para filmar esta tragedia romántica de las luchas proletarias. Por esa época es cuando el realismo capitalista avanza y se establece de la mano del eslogan de Thatcher "No hay alternativa" (un lema tan descriptivo de la doctrina que sería imposible buscar otro), que se volvió una profecía autocumplida brutalmente. En segundo lugar, el posmodernismo de Jameson implica de modo natural una relación determinada con el modernismo. La teoría de Jameson al respecto comienza con la pregunta por la idea, tan cara a Adorno y a tantos más, de que el modernismo tenía un potencial revolucionario en función de sus propias innovaciones formales. Pero lo que Jameson vio que estaba ocurriendo, más bien, era la incorporación de motivos modernistas en la cultura popular: por ejemplo, las técnicas surrealistas súbitamente podían aparecer utilizadas en la publicidad. A la vez que las formas particulares del modernismo resultaban absorbidas y mercantilizadas, el credo modernista con su supuesta fe en el elitismo y en un modelo de cultura monológico, estructurado desde arriba hacia abajo, soportaba el desafío que representaban la "diferencia", la "diversidad" y la "multiplicidad". El realismo capitalista ya no presenta esta clase de confrontación con lo moderno. Más bien, el triunfo sobre el modernismo se da por hecho: el modernismo en verdad se ha convertido en algo que puede regresar periódicamente como un estilo estético congelado aunque no ya como un ideal de vida. En tercer lugar, un dato: una generación entera nació después de la caída del Muro de Berlín. En las décadas de 1960 y 1970, el capitalismo enfrentaba el problema de cómo contener y absorber las energías externas. El problema que posee ahora es exactamente el opuesto: habiendo incorporado cualquier cosa externa de manera en extremo exitosa, ¿puede todavía funcionar sin algo ajeno que colonizar y de lo que apropiarse? Para la mayor parte de quienes tienen menos de veinte años en Europa o los Estados Unidos, la inexistencia de alternativas al capitalismo ya ni siquiera es un problema. El capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable. Jameson acostumbraba a detallar con horror la forma en que el capitalismo penetraba en cada poro del inconsciente; en la actualidad, el hecho de que el capitalismo haya colonizado la vida onírica de la población se da por sentado con tanta fuerza que ni merece comentario. Sería peligroso y poco conducente, sin embargo, imaginar el pasado inmediato como un estado edénico rico en potencial político, y por lo mismo resulta necesario recordar el rol que desempeñó la mercantilización en la producción de cultura a lo largo del siglo xx. El viejo duelo entre el détournement y la recuperación, entre la subversión y la captura, parece haberse agotado. Ahora estamos frente a otro proceso que ya no tiene que ver con la incorporación de materiales que previamente parecían tener potencial subversivo, sino con su precorporación, a través del modelado preventivo de los deseos, las aspiraciones y las esperanzas por parte de la cultura capitalista. Solo hay que observar el establecimiento de zonas culturales "alternativas" o "independientes" que repiten interminablemente los más viejos gestos de rebelión y confrontación con el entusiasmo de una primera vez. "Alternativo", "independiente" y otros conceptos similares no designan nada externo a la cultura mainstream; más bien, se trata de estilos, y de hecho de estilos dominantes, al interior del mainstream. Nadie encarnó y lidió con este punto muerto como Kurt Cobain y Nirvana. En su lasitud espantosa y su furia sin objeto, Cobain parecía dar voz a la depresión colectiva de la generación que había llegado después del fin de la historia, cuyos movimientos ya estaban todos anticipados, rastreados, vendidos y comprados de antemano. 

Cobain sabía que él no era nada más que una pieza adicional en el espectáculo, que nada le va mejor a MTV que una protesta contra MTV, que su impulso era un cliché previamente guionado y que darse cuenta de todo esto incluso era un cliché. El impasse que lo dejó paralizado es precisamente el que había descripto Jameson: como ocurre con la cultura posmoderna en general, Cobain se encontró con que "los productores de la cultura solo pueden dirigirse ya al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que es hoy global" 2. En estas condiciones incluso el éxito es una forma del fracaso desde el momento en que tener éxito solo significa convertirse en la nueva presa que el sistema quiere devorar. Pero la angustia fuertemente existencial de Nirvana y Cobain, sin embargo, corresponde a un momento anterior al nuestro y lo que vino después de ellos no fue otra cosa que un rock pastiche que, ya libre de esa angustia, reproduce las formas del pasado sin ansia alguna. La muerte de Cobain confirmó la derrota y la incorporación final de las ambiciones utópicas y prometeicas del rock en la cultura capitalista. Cuando murió, el rock ya estaba comenzando a ser eclipsado por el hip hop, cuyo éxito global presupone la lógica de la precorporación a la que me he referido antes. En buena parte del hip hop, cualquier esperanza "ingenua" en que la cultura joven pueda cambiar algo fue sustituida hace tiempo por una aceptación dura de la versión más brutalmente reduccionista de la "realidad". "En el hip hop", escribió Simon Reynolds en su ensayo de 1996 para The Wire: 

"Lo real" tiene dos significados. En primer lugar, hace referencia a la música auténtica que no se deja limitar por los intereses creados y se niega a cambiar o suavizar su mensaje para venderse a la industria musical. Pero "real" también es aquella música que refleja una "realidad" constituida por la inestabilidad económica del capitalismo tardío, el racismo institucionalizado, la creciente vigilancia y el acoso sobre la juventud de parte de la policía. "Lo real" es la muerte de lo social: es lo que ocurre con las corporaciones que, al aumentar sus márgenes de ganancia, en lugar de aumentar los sueldos o los beneficios sociales de sus empleados responden [...] reduciendo su personal, sacándose de encima una parte importante de la fuerza de trabajo para crear un inestable ejército de empleados freelance y de medio tiempo, sin los beneficios de la seguridad social. Al fin y al cabo, fue precisamente el primer significado de lo real (lo auténtico que se enfrenta con los intereses creados) el que permitió la temprana absorción del hip hop en el segundo, la realidad de la inestabilidad económica del capitalismo tardío, en el que esa primera autenticidad adquiere un alto valor de mercado. Ni es del todo cierto que el gangsta rap apenas refleje sus condiciones sociales preexistentes, como pretenden sus defensores, ni es del todo cierto que sea en realidad la causa de esas condiciones, como quieren creer sus detractores. Más bien ocurre que el circuito por el cual el hip hop y el campo social del capitalismo tardío se retroalimentan mutuamente es uno de los dispositivos con los que cuenta el realismo capitalista para transformarse en una suerte de mito antimítico. La afinidad entre el hip hop y los films de gangsters como Scarface, El Padrino, Perros de la calle, Buenos muchachos y Pulp Fiction reside en su pretensión común de borrar cualquier ilusión sentimental y ver el mundo "tal como es", al estilo de una guerra hobbesiana de todos contra todos, un sálvese quien pueda, un sistema de explotación perpetua y criminalidad generalizada. En el hip hop, escribe Reynolds, "ser real significa confrontar con un estado de naturaleza en el que el hombre es el lobo del hombre, en el que solo se puede ganar o perder y en el que la mayoría va a perder".


El mismo tono neo-noir puede encontrarse en la visión del mundo que plasman los cómics de Frank Miller y las novelas de James Ellroy. Existe una suerte de machismo desmitologizante en las obras de ambos. Tanto Miller como Ellroy posan de observadores a los que no les tiembla la mano y no buscan embellecer el mundo para adecuarlo a los contrastes éticos supuestamente simples del cómic de superhéroes y la novela policial tradicional. Pero su fijación con lo venal y morboso desdibuja más que pone en crisis este "realismo", que a la vez se vuelve un poco payasesco debido a la insistencia hiperbólica en la crueldad, la traición y el salvajismo. "En su negritud de brea", escribió Mike Davis sobre Ellroy en 1992, "no hay ninguna luz que proyecte sombras; el mal se convierte en una banalidad forense. El resultado se siente como la textura moral típica de la era Reagan: una sobresaturación de vileza que falla en su intento de ultrajar, incluso de interesar al lector". Pero esta misma desensibilización es lo que le resulta útil a una función particular del realismo capitalista. Según Davis, "el rol del noir de Los Ángeles" puede haber sido el de "presentar en sus aspectos salientes la emergencia del homo reaganus".



1.  Karl Marx, Friedrich Engels, Manifiesto comunista, Madrid, Akal, 2004.

2. Fredric Jameson, Teoría de la posmodernidad, Madrid, Trotta, 1996.


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